Eran las nueve y veinte cuando don José bajaba por las escaleras portando varias carpetas con documentación. En el descansillo se cruzó con María que en ese momento subía también cargada con ropa de cama. Hubieron de hacerse espacio para pasar ambos y sus respectivas cargas. Le sorprendió que le mantuviera la mirada y más aún que la mirada incluyera una sonrisa. Ese gesto había permanecido oculto durante los cuatro años que el ingeniero alcoyano se venía alojando en la fonda. Don José aprovechó el encuentro para dirigirse a la patrona de la fonda.
María, por favor, envíeme a alguien para recoger unas carpetas que he dejado sobre la descalzadora y me las baje al despacho del señor ...
María le interrumpió y acabó la frase que el Ingeniero dejaba a medias.
... y me las baje ... a su despacho, don José.
Al llegar por fin a la planta baja comprobó que el despacho estaba cerrado y, aunque el señor Loro se lo había cedido incondicionalmente, un principio de prudencia le aconsejó llamar a la puerta.
Adelante por favor.
La voz firme desde el interior no le sonó familiar. Abrió tímidamente la puerta y, sentado en una de las dos sillas para las visitas que el señor Loro había dispuesto delante de la mesa grande, don José pudo ver a un hombre de unos 50 años, alto, apuesto y bien trajeado, de piel cuidada y con un porte y unos ademanes que denotaban una educación nada habitual en la zona incluso si se buscaba entre las familias adineradas. Don José se dirigió al hombre con ademán de saludarle y éste comenzaba a incorporarse a su vez con el mismo propósito.
Disculpe don Alfredo, no esperaba encontrarle aquí. ¿Puedo hacer algo por usted?
En el último momento, antes de cruzar el saludo, don José pudo recordar a tiempo y ponerle nombre a su ilustre y sorprendente visitante. No serían más de tres o cuatro ocasiones las que había tenido la oportunidad de verle y solamente en una de ellas llegó a saludarle. Don Alfredo no formaba parte de los círculos de sociedad de Logrosán que habitualmente alternaban en el casino o en fiestas particulares a las que su condición de “Ingeniero del Ferrocarril” le había posibilitado el acceso. El hermetismo rodeaba a todo lo relacionado con don Alfredo Roca y nadie en el pueblo se prestaba a compartir información o comentarios relativos al hombre que esa mañana, en situación tan crítica, había irrumpido en el despacho de la fonda.
Don José se sobrepuso a la situación e hizo un ademán de dirigirle la palabra, pero don Alfredo se anticipó y poniendo su mano derecha en el hombro del Ingeniero, alzó su voz grave.
Amigo Pep, discúlpame, debo estar en Portugal para la hora de comer, pero sobre todo, tu tienes que atender una crucial conferencia a las diez y no seré yo quien comprometa tu asistencia a tan trascendental obligación.
Eran las nueve y media en punto y se abría la puerta del despacho entrando el señor Loro que portaba una bandeja con el desayuno ofrecido a don José. Cambió su color al contemplar la escena y no pudo reprimir un parpadeo de incredulidad dirigiendo su mirada hacia el visitante. Aseguró la bandeja en una mesita auxiliar y, como si fuera él mismo quien le hubiera invitado, el señor Loro se dirigió a don Alfredo.
Ahora le traigo su té con leche para que acompañe a don José en el desayuno.
No Eugenio, muchas gracias, yo ya me marchaba y don José tiene el tiempo justo para degustar las bollas de María y acumular fuerzas para la mañana que le espera.
Y girando la cabeza ya desde la puerta.
Suerte Pep, si hay alguien que lo puede conseguir eres tu. Eugenio, saluda a María de mi parte.
Ambos quedaron en silencio sin tomar ninguno de ellos la palabra e inmovilizados hasta que por fin el señor Loro, con total naturalidad y mientras pasaba la bandeja a la mesa grande dijo.
Don José, se va a enfriar la leche para su café. Voy a por una jarra de agua que la acaban de traer fresca del pilón. La va a necesitar.
El señor Loro salió del despacho para desconectar el teléfono del hueco de la escalera. Don José tomó asiento en el sillón de la mesa grande y mientras desayunaba repasó las que probablemente habían sido sus dos horas más intensas en muchos años. Trató de ordenar las ideas y, antes de eso, aparcar hasta mejor ocasión el encuentro con don Alfredo y el análisis que sin duda debería hacer de cada una de las palabras pronunciadas por el inquietante personaje en los minutos que permaneció en el despacho. No podía permitirse un desvío de atención y debía devolverle la importancia que tenía a la conferencia con el Coronel. El impacto de don Alfredo en su despacho le había hecho infravalorar la trascendencia de lo que aún tenía por delante esa mañana.
Estaba desenredando aún en su mente los acontecimientos ocurridos cuando el señor Loro entró con la jarra y el vaso para el agua fresca.
Don José, voy recogiendo para que pueda usted desplegar sus cosas y le acerco el teléfono, son menos cinco.
Gracias Eugenio. Por cierto. ¿Cómo supiste que mi conferencia era a las diez?
El señor Loro miró directamente a los ojos del Ingeniero y con solemnidad le dijo.
Mire don José, tuve que irme a diez mil kilómetros para aprender que cuando alguien es mi huésped no sé ni quiero saber a qué dedica su vida ni dentro ni fuera de las habitaciones de la fonda que lleva mi apellido. Pero no me pregunte cómo averiguo, incluso antes de que ellos mismos lo sepan, cuales van a ser sus necesidades y cuáles de ellas puedo atender yo o el personal a mi cargo.
Don José asintió y, justo antes de comenzar a sonar el teléfono, miró a su anfitrión que se dirigía hacia la puerta, dibujó una leve sonrisa y dijo.
Tomo nota.
Descolgó el teléfono mientras el señor Loro cerraba el despacho y por el teléfono se oyó la voz del Coronel.
Buenos días Pep.

La descripción de “La salita “ es entrañable. En muchas/todas las casas de los sesenta estaba -la salita- que se usaba para todo lo indicado en el relato. Los más pudientes tenían además “el salón “, prohibido a niños, familiares y otros seres de ese jaez.