Llamémosle La Doaldi para entendernos, pero también podríamos hablar de La Viajera, La Donbenitense, El Coche de Línea y, para mí el alias más ilustrativo: El Coche de Madrid.
Mis primeras Doaldis las sitúo como espectador pasivo en la plaza (o quizás es una foto) y tenían a mi abuelo Eugenio subido en la baca, los asientos de madera: 3 a un lado, 2 a otro; y el motor bajo un morro de época. Después paró (para) en La Torre y fue allí donde me convertí en usuario suyo. En La Doaldi han viajado conmigo la esperanza del encuentro, la angustia de la ausencia y la excitación de lo desconocido. Cuando era yo el que esperaba, allí estaban junto a mí la ilusión por su llegada y la frustración de quien no vino. La Doaldi unía Logrosán y Madrid por estrechuras imposibles, terraplenes con vértigo incorporado de serie, curvas que desafiaban las leyes de la geometría y finalmente caravanas interminables. Su travesía, de tintes épicos, hacen que, todavía hoy, me suenen a leyenda nombres como el empalme de Aldeanovita, los Guadarranques o el cruce de Lucillos y Cebolla. Pero La Doaldi no sólo transportaba viajeros: los jueves nos traía las películas para los cines de Atilano, metidas en cajas de lata cuyo robusto diseño soportaba sin deterioro el impacto de su lanzamiento desde la baca, y que La Teresa M. recogía y transportaba ceremoniosamente en su carro; a diario el Ya y el ABC, que se distribuían en el Bar de Pajote; y, como no, los paquetes que Juanillón repartía con diligencia. Y allá, siempre, al otro lado, el humo, La Estación Sur y Palos de Moguer (Línea 3).
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