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DON EMILIO Y DOÑA ANTONIA


         Existe una generación de Logrosán para la que estos nombres no necesitan apellidos. A otra anterior le ocurre algo similar con Don Manuel. Yo pertenezco a la primera. Resulta cómodo pensar que El Saber se oculta en profundas cátedras de intrincadas materias; resulta (resultó) luego que El Saber, ese saber que identifico en mayúsculas, se alojaba a escasos metros del lugar donde saltábamos a Pídola o donde metíamos los decisivos goles de 1º contra 2º. La ciencia (las ciencias), la letra (las letras) y, lo que es más importante, el amor que por ellas se puede sentir salieron, sin ser consciente de ello, de aquellas aulas que regentaban Don Emilio y Doña Antonia. Sobre todo, salieron las que me han sido más necesarias y útiles en La Vida, al menos en la vida que a mí me ha tocado vivir. También salieron aquellas otras que han supuesto la base sobre la que se cimienta el escaso saber que uno llega a acaparar. Don Emilio, para quien siempre fui el apellido de mi abuela marcando las sílabas, consiguió enseñarme que, tanto en la geometría matemática como en esas asignaturas que no aparecen en los libros de calificaciones, la recta es la forma más corta y sencilla de ir de un punto a otro. De Doña Antonia, que nunca olvidó su Bayona natal y que quizás siempre esperó de mí lo que según mi versión no podía dar y según la suya no quería, aprendí que para ir de un punto a otro a veces es preferible tomar un camino distinto del recto o, quizás mejor y mas gallego, otras veces es aconsejable que nadie sepa que camino tomaste. Don Emilio, allá donde esté; Doña Antonia: Gracias. ¡Ah!, Doña Antonia: no volveré a decir que Don Emilio es el “diretor”. ¡Vd. ya me entiende¡ .


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