
(Primera entrega)
Había pasado buena parte de la tarde disfrutando del entonces bendito y hoy denostado aire acondicionado que todavía sobrevive en los grandes almacenes.
Solía hacerlo de forma habitual en épocas de temperaturas extremas. Mi edad, mi porte y mis maneras encajaban a la perfección con el prototipo de cliente joven de este tipo de establecimientos. Podría decirse que alcanzaba un mimetismo tal con el paisaje que resultaba transparente a los ojos tanto de vendedores como del resto de clientes.
Pasar varias horas a una temperatura agradable era la excusa con la que me justificaba estas visitas al, en otros tiempos, epicentro del consumismo. Pero yo no me hacía trampas al solitario y sabía perfectamente que el confort era un subproducto de la verdadera razón que me llevaba compulsivamente a la esquina de la Plaza de Cataluña con la Ronda De San Pedro. Los dos primeros años, efectivamente, acudía exclusivamente en las épocas de temperaturas extremas, pero a partir de ahí mi presencia en la tienda fue diaria.
En cada visita recorría varias veces todas las plantas. Cada una de ellas a su manera provocaba en mí un intenso deseo de adquirir y llevarme a casa los atractivos productos que se exponían de forma sugerente ante mis ojos. Sin embargo, dos razones lo impedían: una severa autodisciplina y no tener un duro en el bolsillo hacían que los deseos se quedaran en eso, sobre todo la segunda.
Quienes conocían de mí esa forma de pasar el tiempo, se atrevían a especular sobre lo aburrido de esa actividad teniendo en cuenta mi edad que por entonces rozaba la treintena. Yo callaba y simplemente desviaba la atención del interlocutor hacia la confortable temperatura que, sin coste alguno, se podía disfrutar cuando la calle te maltrataba con sus rigores térmicos.
En los inicios, mi deambular de una planta a otra tenía que ver en gran medida con el azar. Cualquier cosa me servía para orientar mis pasos a derecha, izquierda, subir o bajar plantas, prolongar o acabar la visita. Casi todo lo sometía a este sistema aleatorio. Dirigía repentinamente mi vista a una escalera mecánica eléctrica, si la primera persona que venía en la escalera era mujer subía una planta, si era hombre la bajaba. Esperaba la apertura de puertas de un ascensor, subía o bajaba tantas plantas como la diferencia entre número de mujeres y número de hombres, si eran más las mujeres hacia arriba y si lo eran los hombres hacia abajo. Si aparecían tantas mujeres como hombres me quedaba en la misma planta tantos minutos como personas había en el ascensor. Miraba a la pantalla de una caja registradora, si la última cifra era par iba hacia arriba, sino hacia abajo.
Conseguí hacer de cada acto un generador aleatorio de desplazamientos. Miraba el número de talla de un par de zapatos: par/impar. El número de prendas de un colgador. El número de discos en un expositor. Cuántos de esos discos estaban volteados. Las dos últimas cifras en pesetas de un precio. Había decenas de posibilidades. Para cada modalidad me impuse unas reglas que limitaban que yo pudiera influir o prever el resultado.
Con el paso de las visitas conseguí mecanizar esta peculiar forma de lotería hasta convertirlo en automatismos que podía ejecutar mientras mi mente divagaba por otros derroteros.
El sistema me parecía hasta divertido y, aunque ejecutado automáticamente, conseguía relajarme. Cuando llevaba más de diez años usándolo ocurrió un hecho que me descolocó y me hizo abandonarlo súbitamente.
Ocurrió una tarde de fútbol, de esas que vacían las calles y alteran los hábitos de la gente. No era mi caso y procedí como cualquier otra tarde calurosa de un verano. La toma de decisiones aleatoria me había llevado casi directamente hasta la planta superior que ocupaba parcialmente el bufete libre desde el que se podía disfrutar de una vista impresionante de la Plaza de Cataluña.
No aprecié nada extraño, sin embargo, aquella tarde, la naturaleza aleatoria de todos los métodos de sorteo que usaba pareció esfumarse. Por cualquiera de los métodos, el azar me llevaba inexorablemente hacia abajo. Nunca se había comportado de esa manera y me llamó la atención. El pertinaz azar dándome órdenes de bajar de planta en planta hasta llegar a la 1 a planta -2 podría considerarse como raro, aunque entraba dentro de la normalidad. Para bajar de la planta -1 a la -2 hice uso del ascensor. Monté junto a dos clientas que comentaban entre sí los chollos que habían encontrado en su última visita a la sección de Oportunidades de la -2. Mi condición de transparente les proporcionaba entera libertad para expresarse. Lo hacían con desenvoltura y celebrando que un partido de la trascendencia del Brasil-España de un mundial se disputara en horario comercial.
Al abrirse las puertas, las clientas se perdieron rápidamente en dirección a Oportunidades. Abstraído por la reiteración de baja y bajar, salí también del ascensor e inicié mi caminar como un autómata tras sus pasos. No llegué a dar más de cuatro y se me encendieron las luces rojas de alarma.
¿Qué estoy haciendo? Me pregunté mientras me propinaba un sopapo en la cara. Y me reprendí en voz alta hablándome a mi mismo en tercera persona:
¡Victoriano! Debes tomar medidas inmediatamente.
La “autobronca” surtió efectos fulminantes. Al instante estaba frente al ascensor esperando a que se abriera la puerta. A pesar de que mi costumbre de dar vueltas por el gran almacén, podría incluirse en el catálogo de excentricidades de la ESPASA, no siento rubor al confesar que me tildo de observador, analítico y con la inteligencia suficiente para elaborar y defender planteamientos complejos. Esto viene a cuento de que, en ese instante que tardé en ponerme en posición de espera frente al ascensor, dispuse de tiempo suficiente para elaborar un razonamiento lógico que justificara mi decisión aparentemente irracional. Hoy habríamos dicho que estaba poniendo en las manos del algoritmo del ascensor un resultado que, por primera vez en años, se presentaba al menos inquietante. He de reconocer que lo hice todo en la secuencia más inapropiada, aunque se trata de la más habitual entre el género humano: primero ejecuté, luego razoné y por último justifiqué. No me suele consolar el hecho de cometer los mismos errores que el resto del rebaño, pero, la verdad, no quedó mal la justificación. Al contrario, estaba cargada de sentido común (*) y además logró tranquilizarme: en aquella época, a las ocho de la tarde, durante un partido del mundial con la selección por medio sería abrumadoramente mayor el número de mujeres frente al de hombres que acudirían a la sección de Oportunidades de aquel imperio del comercio.
Sonó el timbrecito que avisaba de la llegada del ascensor …..
..... no podían mis ojos transmitir a mi cerebro la información que captaban o bien mi cerebro rechazaba lo que le contaban los ojos. El caso es que la apertura de puertas dejó a la vista a cuatro soldados y un cabo de Ingenieros de la División Urgel Nº 4 según rezaba el escudo que lucían en su brazo izquierdo.
He de reconocer que perdí los papeles y, sin permitir que atravesaran la puerta del ascensor, grité:
¡Y vosotros de donde coños salís!
El cabo se erigió en portavoz y con gran aplomo soltó:
Pues si usted nos lo permite, de momento del ascensor. Y si se refiere a nuestro acuartelamiento, pertenecemos al Regimiento de Ingenieros Nº 4 que forma parte de la División Urgel Nº 4 que tiene sus acuartelamientos en Lérida y su provincia, con excepción de dos de ellos que se encuentran en Barcelona, el Cuartel de Gerona en la calle Lepanto con un regimiento de caballería y el nuestro de Lepanto en la Gran Vía donde está nuestro regimiento de ingenieros.
Inmediatamente me disculpé por mi impresentable reacción. Los militares salieron del ascensor, pero en lugar de ir hacia la zona de ventas, se dirigieron hacia la escalera de subir a pie y les vi desaparecer escaleras arriba. Lo último que advertí fue que en la manga del cabo los tres galones eran de color verde en vez del habitual rojo. En el 2024 desde el que reconstruyo estos recuerdos habría dicho que se trataba de una "cabo fake".
Las puertas del ascensor se había mantenido abierta como esperando mi entrada. Iba a hacerlo cuando se cerraron a una velocidad y con una violencia sensiblemente superiores a lo habitual. Di un salto hacia atrás para evitar ser aprisionado entre las dos hojas. Tardé al menos cinco eternos segundos en entender lo que estaba ocurriendo. Cinco hombres y ninguna mujer en el ascensor era la orden de bajar cinco plantas, es decir, ir a la planta -7.
Un sudor frío inundó todo mi cuerpo. Conocía suficientemente bien el edificio como para estar seguro de que tal planta no existía.
¿Cómo debía interpretar esa orden? ¿Me estaba sugiriendo el azar que debía abandonar este mundo o, al menos esta dimensión?
Decidí que no debía volver a subirme a los ascensores y, como precaución adicional, tampoco a las escaleras eléctricas.
Apesadumbrado pero, sobre todo, confuso inicié la subida lentamente, peldaño a peldaño. Al llegar al primer rellano se oyeron gritos agónicos que, en mi desvarío, atribuí a alguna suerte de metamundo al que me estaba aproximando. Aceleré el ritmo de subida y ya avanzando de dos en dos peldaños. Al alcanzar la planta -1 el ruido era ensordecedor y los gritos agónicos se habían convertido en carcajadas aún mas estremecedoras que los gritos. Corrí hacia la zona de donde provenían los gritos y por fin pude identificar a un numeroso grupo de clientes y no menos numeroso de vendedores que disimulaban torpemente su absentismo.
En una pantalla gigante a todo color, en la que todos los presentes tenían fija la mirada, se proyectaban las imágenes en directo del partido de fútbol correspondiente al Grupo 3 del mundial de Argentina que enfrentaba a las selecciones de Brasil y España. Cuando pude fijar yo también mi mirada en la pantalla, en la esquina superior izquierda de esta aparecía el rótulo "REPLAY". Repetían el momento en el que Cardeñosa creó para la historia del fútbol el gol más famoso sin serlo. Me reconfortó atribuir los gritos primero y las carcajadas inmediatamente después a la escasa habilidad del centrocampista vallisoletano en lugar de a seres del ultramundo dispuestos a cambiarme de dimensión en un ascensor.
Por primera vez en diez años, tras la subida a pie de la escalera, tomé por mi mismo la decisión de volver a casa, en principio, con la intención de volver al día siguiente.
Camino a casa recuperé la imagen de los soldados de Ingenieros que aparecieron en el ascensor. Hice un esfuerzo por recordar visualmente la planta donde estaban sufriendo el partido de fútbol. Los soldados y el cabo no aparecían por ningún lado. Comencé a pensar que habían sido un sueño. Pero yo no conocía la división Urgel ni el cuartel de Lepanto ni el de Numancia. ¿Existían de verdad?
Dormí desde las cuatro de la tarde hasta el día siguiente a las seis de la mañana cuando mi hora habitual eran las ocho. Antes de dormirme decidí que era de vital importancia comprobar la existencia real de los cuarteles y unidades militares que, curiosamente, había retenido en mi memoria escuchándolas una sola vez del sospechoso "cabo fake" de los galones verdes.
Por la mañana, la vital importancia asignada a los datos militares me activó y a las siete menos cinco estaba esperando con ansiedad al kioskero del metro de Collblanch. Le extrañó verme allí y me saludó:
Bon die noi. Tu per aquí tan de bon mati. Ni que tuvieras que arribar a diana al cuartel.
Debí quedarme lívido, porque sus siguientes palabras fueron:
Aquest matí no tens bona cara. T'ho hauries de fer mirar.
Mas extrañado se quedó cuando le pedí que me diera el mejor mapa de Barcelona que tuviera. Le di cien pesetas y, sin esperar al cambio, eché a correr.
Busqué con excitación los cuarteles y allí estaban con los nombres y descripciones que dijo el cabo. Precisamente el de Lepanto estaba cerca de mi barrio, pero nunca supe de él. Decidí llegar hasta cerca de la puerta, seguro que irían y vendrían soldados y sobre todo algún cabo para confirmar lo de los galones verdes. No tardé en confirmarlo y ya puestos di el paso definitivo.
Me acerqué a un soldado que se había parado a sacar lustre a sus zapatos antes de entrar al cuartel. Con cara de despistado, supongo que no tenía otra, me dirigí al joven militar explicando que tenía que venir esta tarde a recoger a un sobrino que estaba haciendo la mili y que en la carta me decía que estaba en la División Urgel Nº 4 en Barcelona, pero no me aclaraba en qué cuartel.
El soldado me recitó todo lo explicado por el cabo confirmando por tanto que el mismo cabo y los cuatro soldados del ascensor eran reales. Iba a retomar su marcha hacia el cuartel y todavía, le pegunté si los cabos ahora llevaban galones verdes. Me contestó que los de divisiones de montaña sí. Yo a su vez grité:
¿Entonces no es un "cabo fake"?
El chico paró un momento, se giró y me dijo por segunda vez esa mañana:
Aquest matí no tens bona cara. T'ho hauries de fer mirar.
Si me hubiera disparado con el CETME no me habría afectado tanto como escuchar en media hora, de dos personas sin conexión alguna tan sencilla pero demoledora sentencia.
Sobre la marcha cambié de planes y me propuse un reto. Iría andando desde el Cuartel de Lepanto de los ingenieros hasta el de Gerona de caballería. En la caminata debía replantearme como debería ser mi relación con los grandes almacenes. El reto sería llegar al regimiento de caballería en la Calle Lepanto con un plan de actuación elaborado para comenzar de manera inmediata.
Lo que me exigía era realmente todo un reto, pero no soportaba la idea de deambular sin que algo o alguien me indicara un rumbo a seguir.
Llegué hasta la misma puerta del Cuartel de Lepanto y me paré frente a ella. Se veía en el interior un patio enorme. Inmediatamente el cabo de puerta se puso en tensión. Se dirigía hacia mi cuando el oficial de guardia, un brigada con acento del sur le paró y ya dirigiéndose a mí dijo en tono amable:
Mire hijo, este no es un buen lugar para detenerse.
No se preocupe mi brigada, ya me marchaba. Sólo reflexionaba sobre lo lejos que a veces está lo que te es más cercano.
Dímelo a mi, hijo, que soy de Ceuta. Ve con Dios.
Me reconfortó hablar con alguien que no me despedía diciéndome que me lo hiciera mirar.
Emprendí mi caminata reflexiva por la fachada principal del cuartel hasta la esquina con la Riera Blanca que une o separa, según se mire Barcelona y Hospitalet. Veinte años viviendo junto al extremo opuesto de esa calle y era como si hubiera descubierto el nuevo mundo. Por un momento pensé que era el precio (una parte) que pagaba por mi apego a recorrer al azar mi centro comercial. Al otro lado de la Riera Blanca estabas ya casi en la Plaza de Ildefonso Cerdá. Siempre me había sentido atraído por las manzanas octogonales del urbanista que creó el Ensanche de Barcelona. El ocho es un número poco celebrado y, sin embargo, da mucho juego matemático a nada que quieras enredar un poco con los números. Pensé lo que ideara esa mañana tendría que involucrar al 8.
Me acababa de imponer una constricción a mi plan para recorrer el Gran Almacén cuando aún tenía pendiente el desarrollo de la idea principal. Continué Gran Vía adelante camino de la Plaza de España. No conseguía ordenar las ideas y por momentos perdía de vista hasta el objetivo que estaba buscando y que no era otro que encontrar un método de recorrer el Gran Almacén con un criterio conocido.
No daba por mal empleados los diez años de recorrerlo al azar, había conseguido prácticamente conocer producto por producto todo el inventario y, a estas alturas, elaboraba mis propios parámetros respecto a las existencias visibles al público y su relación con los datos económicos de la compañía que eran públicos. Creo que habría podido hablar con solvencia sobre la gestión de stock, espacio ocupado, demanda, proveedores y, sobre todo, clientes y sus hábitos.
Pero las amenazas, reales o fruto de mis desvaríos, eran claramente un signo que había que saber leer e interpretar y, casi un día después de verme arrojado a la planta -7, no tenía duda alguna de que debía abandonar el azar como guía.
Me negué a aceptar que el mensaje del azar fuera que debía abandonar las visitas a la tienda y por eso estaba allí, llegando a la plaza de España y tratando de darle un sentido a mi futuro. Al alcanzar la plaza atrajeron mi atención las imponentes Torres Venecianas de Montjuic. A punto de cumplir 100 años, llegando desde la Gran Vía me parecían como con más personalidad, como queriéndome decir: si quieres ver la fuente o el Pueblo Español o el estadio tendrás que pasar por mi y seré yo quien decida.
El estruendo de un claxon seguido del chirriar de ruedas y frenos me despertó de mi ensoñación en medio de la plaza frente a las torres. No sé como pude escapar sin ser atropellado hasta que conseguí refugiarme cerca de la torre más próxima al Paralelo. Menos supe como había llegado hasta el centro de la plaza.
Traté de recuperar mis pensamientos previos al momento crítico del centro de la plaza, algo me decía que en ellos estaba la clave de lo que andaba buscando. Pero el soponcio de la Plaza de España me tenía aturdido. Decidí subir por la Calle Tarragona y doblar para continuar por la Calle Valencia. Caminaba cada vez más lentamente y empezaba a dudar de mi mismo y me aferraba a que, al cruzar la calle Urgel y teniendo esta el mismo nombre que la División de Montaña a la que pertenecían los soldados y el cabo del ascensor, algo se activaría para que pudiera resolver lo que ya empezaba a llamar mi futuro.
Pero crucé Urgel y nada. Al acabar el chaflán miré hacia atrás por si había algún detalle del cruce que se me hubiera pasado por alto.
En ese momento me sentí arrollado y al momento me vi rodando por la acera a punto de impactar contra la rueda de un coche. Me dio tiempo a apreciar que se trataba de un descapotable del que se bajaba una mujer ataviada con el atuendo propio de jugar al tenis. Debí perder el conocimiento unos instantes y al recobrar la visión, todavía sentado en el suelo, tenía frente a mi cara a la tenista y, lo que debía ser su contrincante ya que también vestía ropajes de tenista. En el primer momento, ambos me miraban horrorizados; seguramente pensando que había sido malherido o algo peor. ueron rel
Al ver que abría los ojos y respiraba, ellos a su vez respiraron ella se dirigió a mí hablándome con un marcado acento ruso, muy parecido al que usan las espías en las películas:
¿Está bien señor?
Con mi mejor sonrisa la miré fijamente y respondí:
Estoy en la gloria.
El tenista captó la situación e intervino rápidamente:
Disculpe. Salía a toda prisa porque mi compañera estaba esperando mal aparcada, usted iba mirando hacia atrá y le he arrollado. Si le he causado algún daño yo corro con los gastos de la atención sanitaria o cualquiera otro que se derive de este atropello.
Todavía algo ofuscado y sin dejar de dirigir mi mirada a la tenista rusa, con voz que yo mismo apreciaba como bobalicona dije:
¡Yo también correría!
El tenista, entre apesadumbrado y algo mosca, insistió:
Perdone señor. Ya le he dicho que yo corro con todos los gastos, es más, como compensación por los inconvenientes ya causados e independientemente de lo que puedan suponer los gastos médicos, aquí tiene este cheque que le permitirá realizar una compra de hasta cincuenta mil pesetas en el departamento que usted elija de los Grandes Almacenes que tienen su entrada principal en la esquina de Plaza de Cataluña con Ronda San Pedro ¿Los conoce?
Yo intenté aclarar:
Digo que si yo tuviera esperándome a una tenista rusa como su compañera también correría atravesando la acera y arrollando todo lo que pillara.
El tenista, o bien no debía de estar muy despierto o bien no le gustaba esa deriva de la conversación, el caso es que, sin inmutarse contestó:
Si lo que quiere es sacar algo más por este infortunado incidente, lo entiendo. Ahí tiene otro cheque por importe de quince mil pesetas, esta vez solo puede usarlo en el departamento de deportes y para productos de la sección de tenis.
Yo insistí:
Y no pararía hasta llegar a Wimbledon ...
El tenista, ahora ya, notablemente irritado me espetó:f
Mire señor, reconocida mi torpeza inicial, he tratado de ser amable y hasta generoso con usted pero hasta aquí hemos llegado.
Y con retintín añadió:
Siento no llevar hoy el talonario del departamento de tenistas rusas.
Ambos se pusieron de pie mientras yo también me incorporaba. Sin mediar ni una palabra más, él echó su bolsa Moscú 80, con una raqueta marca Reno al asiento trasero del descapotable donde cayó junto a la de ella de la que asomaba una raqueta Slazenger. La tenista rusa se sentó al volante y el hombre de los cheques dirigió por última vez su mirada hacia mi mientras me decía:
Aquest matí no tens bona cara. T'ho hauries de fer mirar.
Un rayo de ira cruzó mi cuerpo y a gritos mientras el descapotable arrancaba, todavía seguro que me oyó decir:
¡Ya me imagino de donde ha salido la madera para tu raqueta!
Las luces de marcha atrás del descapotable, que estaba ya parado en el semáforo de la Calle Villarroel, se iluminaron y a gran velocidad retornó hasta el lugar donde estuvo mal aparcado. Durante el trayecto me temí lo peor. Pensé que el tenista la emprendería a golpes conmigo y que esta vez me arrollaría a conciencia y sin piedad. Afortunadamente no hizo ningún ademán de salir del coche, permaneció sentado, giró su tronco hacia mi y como diseccionando cada sílaba me dijo:
Imagino tu vida insulsa de soltero a la fuerza, aburrido en tu saloncito hortera, con tu batín de boateado, con tu televisor de blanco y negro con filtro tricolor por delante y tu sofá minúsculo frente a un tapiz de terciopelo con ciervos trotando en la montaña. Ya me imagino que tendrás bastantes necesidades que cubrir y en las que emplear mi cheque multidepartamento de cincuenta mil pesetas. O quizás estás en una fase anterior y lo emplearás en comprarte un traje de boda clarito con pantalones campana y una corbata a la que puedas hacer un nudo bien gordo. ¡Ah! Y con lo que te sobre, todavía te dará para reservar en la agencia de viajes una habitación dos noches en Segovia .
Mientras el tenista hablaba tratando de herirme ridiculizándome, yo había arrancado a andar en dirección Villarroel y la tenista rusa avanzaba a mi paso con el descapotable pegado a la acera. Yo escuchaba con atención al tenista porque cada frase suya era un torrente de ideas y una fuente de inspiración para mí.
Por fin, al llegar a Villarroel, la rusa pegó un acelerón y desaparecieron Calle Valencia adelante. Todo este vendaval de acontecimientos en cadena desde que fui arrollado y caí en la acera, me había activado y, de repente, lo vi todo claro. Continué por la Calle Valencia sin poderme explicar mi reacción obtusa desde hacía un día y preguntándome cómo no lo había enfocado adecuadamente desde el inicio. Acostumbrado a lo largo de diez años a que el azar decidiera por mí, había olvidado lo que debería ser la forma asertiva de funcionar.
Empecé a esquematizar el torrente de ideas que se me agolpaban queriendo ser incluidas en mi esquema de funcionamiento. Paré en un frankfurt en el chaflán de Valencia con Casanova para reponer fuerzas, pero, más que reponer fuerzas, quería dejar por escrito lo que ya tenía ordenado en mi cabeza y para ello utilizaría mi lápiz de emergencia y algunas trozos en blanco que tenía el mapa.
1.- Yo decido qué plantas recorro sin recurrir ni directa ni indirectamente a ningún proceso aleatorio. (Torres Venecianas).
2.-Los días impares adoptaré un rol, distinto cada vez (por ejemplo de SOLTERO A LA FUERZA) que necesitará adquirir productos en uno o más departamentos del Gran Almacén y para lo que dispondrá de un presupuesto que he de estimar previamente. El reto será, hacer una compra que cubra las necesidades previstas sin adquirir elementos superfluos y ajustándose al presupuesto con un margen del 8%.
Los días impares
queriendoSería yo quien decidiera a qué plantas ir, qué departamentos explorar y en qué productos centrar la atención. Dominaría mi alrededor como las Torres Venecianas, sin confiar nada a terceros o al azar. Era obvio que necesitaría una metodología que le diera orden y coherencia a mis elecciones.
Los cheques "generosos" del tenista encerraban la respuesta a esa necesidad. Cada día acudiría al Gran Almacén con dos cheques ficticiosmiconfiarTendríadetallesYo tomaría el mando ds propias acciones e micomo las venecianas sería cada día el que me trazaría un plan, mejor dicho dos. Tal como me lo había planteado el tenista. además de d
continuará —->
(*) Aplique el lector criterios de sentido común de la época.
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